10 octubre 2010

UN PAR DE SANWICHES.


Hubo una vez un hombre que pensó que era la persona más desdichada de la tierra, todo le salía mal y no daba una ni tuerta ni derecha. Se fue amargando la vida pensado que su peregrinar por el mundo no tenía sentido. De niño, su madre le había protegido de todo, no le dejaba que se asomara al balcón por si acaso se resbalaba, no  quería que  tocara ningún aparato eléctrico por si le daba una descarga y siempre así. Cuando fue joven, le pasó lo mismo con la pareja que le tocó vivir, siempre estaba pendiente de él y no dejaba ninguna cosa a su inciativa. Con el tiempo, ella se cansó de él y le abandonó. Él se sintió profundamente desgraciado puesto que entre su madre por un lado y su ex-pareja por otro, habían conseguido hacerle un perfecto inútil.
Sentado en la mesa de un café de su ciudad, masticaba en su mente todas estas cosas cuando, de repente, pasó una chica a la que él conocía desde la universidad. Siempre se había sentido atraido por ella pero nunca, debido a su timidez, se había atrevido a decirle nada. Ella, al verle, se acercó a su mesa y le saludó. Tembloroso estrechó la mano de ella y acercó sus mejillas para besarla. Se sentaron y empezaron a hablar de sus tiempos de la universidad, de lo tímido que resultaba cuando él estaba en clase, de los compañeros que habían triunfado en la vida y, de todas esas cosas que se hablan cuando nos juntamos con gente a la que no vemos desde hace mucho tiempo.
Conforme avanzaba la conversación, él se dío cuenta de que podía confiarle el secreto que le atormentaba y empezó a decirle lo desdichado de la vida que le había tocado vivir, de lo mal que lo estaba pasando y que no encontraba consuelo con nada ni con nadíe. Ella, se limitó a escuchar con atención y a ponerle una mirada de ternura y compasión por la mala suerte que había acompañado a su amigo de universidad. Cuando cerraron el bar, se vieron ambos en la calle y, ella, le invitó a seguir charlando en su piso que se encontraba muy cerca de aquella cafetería.
Cuando llegaron a la vivienda,  le dijo que se fuera al frigorífico y que preparase algo de comida mientras atendía unos emails que no podían admitir más demora. Entonces, por primera vez, nuestro amigo empezó a sentirse útil para alguien y eso, le llenó de orgullo. Se sentía el mismisimo Ferran Adriá preparando un par de emparedados de queso y jamón y, cuando se sentaron en la mesa para comerlos, a él, aquello le supo como la mejor comida que se puede tomar en un restaurante de cuatro tenedores; y pensó que gracias a preparar un par de emparedados su vida había empezado a tener sentido. Aquella noche, empezó a saber algo sobre lo que era la verdadera felicidad. Empezó a saber que cuando se es útil a los demás, la vida toma otro giro y la existencia tiene otro sentido.
Un saludo para todos.

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